lunes, 9 de diciembre de 2013

Es difícil imaginar que un instrumento de plástico puede estimular y contener una vocación basada en la imaginación, y es mucho más complicado  pensar que incluso puede materializarla. Pero cuando tienes nueve años y tus padres te regalan por navidad una máquina de escribir, los límites desaparecen y sólo queda el sonido del rodillo al golpearlo para cambiar de línea.




En una etapa en la que la fantasía era más veloz que las manos, unos botones pesados de teclear y con facilidad para atascarse no suponían un obstáculo en absoluto. Este aparato, mitad juguete, mitad instrumento, fue el testigo de mis primeras historias, cuya ingenuidad e imperfección eran directamente proporcional a la ilusión con la que la tinta marcaba el folio. Su cinta, nunca cambiada, es la confidente silenciosa de las letras que tatuaban un papel que predecía un futuro ahora cumplido tras una pantalla, de una manera mucho menos romántica que entonces, y al observarla a trasluz como si del negativo de una película se tratara, la memoria se hace presente, de manera que aquel heredero millonario sigue preguntándose quién mató a su padre, o el extra de esa revista literaria vuelve a editarse, o incluso se prepara de nuevo el guión radiofónico de un solo programa.
Mi primera máquina de escribir, esta frágil caja de letras que aún conservo con un cariño melancólico,  fue el campo de pruebas de mis primeros escritos, fue la compañera con la que pasaba tardes enteras dejando de lado otros juguetes más propios de niñas de mi edad, practicando, sin saberlo aún, lo que sería de mayor.

Dieciocho años después, las teclas que manejo ya no son rojas, y no hay ningún ruido al terminar la línea, pero continúo jugando sin parar a inventar historias, dedicando ya no sólo las tardes, sino mi vida y mi profesión a ello, al ritmo de la banda sonora de mi infancia: la hipnotizante repetición de un clac.



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