domingo, 25 de noviembre de 2012

Pies

Recostada sobre muelles, espuma y tela, recorro con mi vista ciega los surcos de mi cuerpo. Voy palpando cada pelo, cada lunar, cada vena en relieve, cada célula, cada cicatriz en forma de relato breve. Y llego al antagonista del pensamiento, a la materialización de mi azotea abstracta, a mi apoyo silencioso.

Como un ciego absorto en una novela en braille, toco las zonas hundidas, los resaltos, las curvas, sus huecos. Mis manos son jóvenes, pero sus complementarios opuestos reflejan toda una vida, una enciclopedia de historias y de suelos amantes, y pienso que en realidad los ojos no son el espejo del alma, que si el futuro se lee en las manos, el pasado puede reconocerse más abajo, que todo lo que he caminado formó las arrugas de mis pies. Cada mirada, cada saludo, cada voz, cada caricia subcutánea, cada zumo interpersonal. Y al tocarlo siento las cosquillas de los recuerdos, y un reflejo nervioso sacude el final de mi extremidad...

... y me vuelvo vieja de repente. Las arrugas narradoras de mi pie se alargan como raíces de un árbol centenario y recorren todo mi cuerpo hasta las puntas de mis manos, en las que el futuro se ha hecho grano, que he regalado al cansado caminante que ahora habita en ellas, que no sabe del mañana, pero que graba en relieve cada paso, para tener la certeza de su existencia y no olvidar que su camino supuso el cambio del caudal de las vidas que se cruzaron con su bastón peregrino.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

(...) Leonard Cohen, el poeta, vivía al otro lado del pasillo. Pensé que podía ser bonito que conociera a Edie. Estaba metido en el rollo del incienso y las velas, y leía muchos libros de la librería esotérica de la calle Veintitrés para aprender cómo colocar las velas según el concepto místico de los budistas. Quemaba toneladas de incienso. A los del hotel Chelsea no les hacía mucha gracia. Siempre estaban intentando echarle. Quemaba algo que hacía muchísimo humo y como el vestíbulo se llenaba de humo, tenían que estar llamando continuamente a los bomberos.
Lo llevé a que conociera a Edie. Zoë, la amiga de Edie, se había quedado dormida en el suelo. Se le había pasado el efecto de las anfetas y se había caído sobre un tubo de pegamento que se reventó (...) Edie estaba hablando por teléfono. Tenía un gato con ella. Era hijo del gato de Bob Dylan y su nombre era Smoke. Llevé a Leonard Cohen a ese rollo. Lo que más le interesó fueron las velas que Edie tenía alineadas en la repisa de la chimenea. En cuanto las vio empezó a preocuparse. Me dijo: "No sé si debo decírselo o no, pero esas velas están colocadas de una forma que desprenden un influjo maligno. Fuego y destrucción. No tendría que tontear con estas cosas porque tienen mucha importancia." Era todo muy complejo. Tenía que ser alguien muy metido en el arreglo de velas y en las velas de vudú haitianas para saberlo. Pero cuando Leonard se lo dijo a Edie, ella contestó que era una estupidez y que sólo eran velas. ¿Es irónico, verdad? O sea, su vida estaba llena de advertencias. Muy poco tiempo después, su habitación se incendió y el gato desapareció.


Danny Fields en Edie, biografía de Edie Sedgwick escrita por Jean Stein y George Plimpton.