A las catorce horas, cero segundos, Gustavo Gutiérrez dejaba su puesto de trabajo y comía en el restaurante que había doblando la esquina. Menú del día, quince euros, más un licor de hierbas para la digestión, cortesía de la casa. Dos horas después de su ausencia, volvía a la oficina, donde trabajaba hasta las cinco y treinta minutos. Tras media hora llegaba a su casa, y allí alternaba sus aficiones en función del sentido utilizado: una hora de lectura, una hora de música y una hora de televisión. Al mismo tiempo que comenzaba la sintonía de las noticias, calentaba su cena en el microondas, cinco minutos cuarenta segundos. Mientras hacía la digestión, colocaba cuidadosamente y en orden, la ropa que llevaría al día siguiente, y por último, deshacía la cama de forma metódica y se metía en ella a las once horas cero segundos, conciliando el sueño a las once horas quince minutos (fase REM: cero horas, cinco minutos).
Pero una mañana no muy diferente de las demás, el camión de agua terminaba de limpiar las calles, la churrería daba de desayunar a sus primeros clientes, el perro del elegante balcón de enfrente comenzaba a ladrar y el despertador de Gustavo Gutiérrez, una máquina perfecta creada por manos imperfectas, retrasó su pitido de alarma. El despertador de Gustavo Gutiérrez no sonó a las siete horas, cero segundos, sino a las siete horas, tres minutos.
Aquella mañana, la vida de Gustavo Gutiérrez había cambiado para siempre.
Aquella mañana, la vida de Gustavo Gutiérrez había cambiado para siempre.
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